Una vez
en la tienda de Kowalski agarré dos cartones de leche, una lata de rajas y unas
mantecadas Aunt Rose, cuarentainueve
pesos en total, el vaquero preferido de los niños pagó y yo salí del lugar con
una sonrisa y una bolsa casi llena. A caminar de regreso. Algunos párvulos
acompañados por sus madres y/o padres decoraban el camino a lo que llaman
preescolar (que queda de camino a mi casa), entonces otro mensaje atacó mi
celular: “Bebé, vas a venir a la comida en casa de mis papás? Dice Luís que
traigas lo de Miuler (o algo así xD)”. Pero antes de que pudiera seguir
haciendo gala de mi hipocresía con mi “queridísima” Mandy se me atravesó el
destino, como siempre con cara de mujer (de una mujer hermosa, como casi
siempre). Sus pasos eran veloces y cortitos, de la mano traía a un niño que
poco o nada se parecía a ella pero que me hizo recordar mi teoría sobre que las
mujeres más atractivas son las que han tenido su primer hijo y éste tiene menos
de cuatro años; sin duda éste era el ejemplo perfecto. La indiscreción de mi
mirada pronto le hizo notoria mi “admiración”, pero no se molestó, parecía que
la prisa por llevar a tiempo al escolapio era demasiado grande como para darle
importancia a un veinteañero que la veía en la avenida; de algún lugar saqué el
valor para hablarle.
—Van al kínder
Góngora, no?
—Sí…
—pero ella seguía con su paso rápido y cortito.
—Es tarde ya, no creo que los
dejen pasar.
—Ah, sí? Gracias por el consejo
—sin siquiera voltear a verme.
—En serio, ya es tarde. Pero da
la casualidad de que yo conozco a un par de personas en ese lugar y si me dejan
acompañarlos…
—Quieres dinero o qué?
—…perdón?
—Es obvio que estás buscando
algo, pero la respuesta es no. No te voy a dar ni un quinto para que mi hijo
entre al kínder, son las nueve y diez de la mañana y seguro que va a pasar
porque no es tan tarde.
—Está bien, disculpa. No era mi
intención molestar.
Ni una palabra más, se alejaron
(se alejó) y yo seguí con mi paso regular a mi casa, del otro lado de la acera.
Un par de minutos después pasaba frente a la pre escuela y el destino luchaba
argumentativamente contra la portera obesa y fodonga… y estaba perdiendo.
—Ya es muy tarde, señito. Ora
hasta mañana.
—Ay, por favor! Son apenas nueve
y diez…
—Nueve y cuarto, señito. Además
si dejo pasar a su chamaco me la van a hacer de tos allá adentro porque se
supone que para eso estoy aquí.
—Necesito ver al director! Cómo
es posible que pase algo así? Por quince minutos…
—Ay, señito. Orita el director ni
está, así que ni haga escándalo porque esto ya no tiene arreglo.
El destino no me habló, el
destino despreció mi ayuda una vez pero no podía culparla por hacerlo. Mi deber
era insistir, no por el niño, no por lo que es bueno y justo, no por la forma
en que el vestido se amoldaba a la perfección al cuerpo de ella, no; por
demostrar que tener contactos (incluso en las altas esferas de las preprimarias
estatales) sigue siendo un arma poderosa.
—Hola, señora Lidia.
—Buenos días, joven. Qué milagro.
—Ya ve, de camino a desayunar.
Oiga, por qué no deja pasar al niño?
—No, es que ya es tarde joven.
—No, pues sí. Oiga sabe si está
el profe Ruiz allá adentro? Igual y él nos da chance de que pase el niño, no?
—No, joven… todavía no llega.
—Ah, pues qué curioso. Porque
según yo aquel es su coche, ya vio? El plateadito. Creo que mejor lo paso a
buscar. O cómo ve?
—Ay, joven! Apoco se creyó eso de
que no iba a dejar pasar al niño? No, pus si era pura broma, ya ve como soy.
Ándale mijito, pásale.
Con sonrisa triunfal, observo al
hijo del destino correr con esa mochila que es más grande que él. Luego doy la
vuelta y el destino ya me observa, sonríe. Un sonido agudísimo corta el
momento, el destino saca un celular y contesta la llamada.
—…sí, amor. Sí, ya dejé al niño.
Sí, ahora regreso… cervezas?... ajap, bolsa grande de papas. Sí, llego en 20…
OK, 15. Te amo, bye…
La cara del destino es distinta
ahora, se apagó sin que ella pareciera darse cuenta. Se aleja lentamente y con
la mirada en el piso. No hubieron agradecimientos, no hubo nada. Mi celular
volvió a sonar.